Durante muchos años me enseñaron a pedir permiso antes de hacer cualquier cosa. No siempre lo hacía, y cuando lo hacía era porque no estaba seguro de lo que quería.
Pedir tanto permiso al final te vuelve un poco débil. Cada vez dudas más y, en mi caso, eso no me ayudaba. Tampoco me ayudaba a tomar decisiones, lógicamente.
Todo esto viene de un sistema en el que no nos dejan expresarnos tal y como somos.
Los que me conocéis sabéis que soy bastante cabezón: cuando se me mete algo entre ceja y ceja, voy hasta el final. Pero hubo una época en la que siempre hacía “lo correcto”. Me adapté demasiado a todo y eso me convirtió en alguien demasiado responsable, demasiado correcto… demasiado “no yo”. Eso era lo que era.
Me adapté a los proyectos que había que hacer, al proyecto del político de turno, a la suspensión que había que pedir… En fin: me perdí, me formatearon y eso no es bueno.
Ahora me expreso y escribo con libertad —siempre con respeto y desde mi experiencia— y, sinceramente, me empieza a importar bastante poco lo que digan los demás.
Pero si miro hacia atrás, me doy cuenta de que estaba bloqueado. Siempre me venían imágenes de si lo que hacía estaba “correcto” o no, por culpa de esas correcciones en rojo, de gente diciéndome: “Eso está mal, eso hay que corregirlo”. Y, sinceramente, si no es una crítica constructiva, me jode bastante.
Tal vez estaba mal para ellos, pero para mí seguía siendo lógico. Creo que cada uno tiene que hacer las cosas como las siente.
El problema es que no nos dejan equivocarnos. En nuestra cultura, equivocarse es de flojos. Si te equivocas, eres un mierda. Bueno, pues nada: habrá que equivocarse.
Equivócate, pero aprende de tus errores; si no aprendes, se repetirán. Te lo digo por experiencia.
Y lo último: sé tú mismo. Empieza a sudar aceite con los juicios de los demás. Como me dijo un tío con más batallas que una legión:
Pase lo que pase, que hablen de ti. Eso es porque les interesa.
Así que, que hablen.