Creía que entrenar era llenar la pista de conos, vallas y balones de colores.
Pensaba que cuanto más material usaba, más profesional parecía.
Hasta que entendí algo simple: el protagonista no era el material. Era el jugador.
Ese día hice números y me dio la risa: la mitad de lo que comprábamos no servía para nada.
Menos es más. Cada jugador, un balón. Cada uno, su responsabilidad.
Desde entonces, el maletero de mi coche dejó de parecer una tienda de deportes.
Y mis jugadores aprendieron algo más importante que una táctica: la responsabilidad sobre su propio aprendizaje.
Porque si las situaciones que creamos no se parecen al partido, no enseñamos.
Jugamos a entrenar, pero no entrenamos para jugar.
Por eso me pasé al minimalismo deportivo:
cada ejercicio, una situación real;
cada sesión, un reflejo del juego.
Todo lo demás, ruido.
Hoy, en mis entrenamientos, todo es un partido.
Aplicamos el reglamento desde el minuto uno.
Competimos, aprendemos y tomamos decisiones en movimiento.
Porque entrenar no es repetir: es enseñar a pensar en movimiento.
Cuando los jugadores entienden eso, todo cambia.
Sube la intensidad, bajan las distracciones.
Cada gesto tiene propósito.
Y cuando alguno me pregunta:
— ¿Vamos a jugar un partido de verdad?
La respuesta es siempre la misma:
— Sí. Siempre. Porque todo es un partido.
Entrenar con realismo es educar con sentido.
Y la vida, igual que el deporte, también tiene sus reglas:
aprende a respetarlas y a competir dentro de ellas.